La celebración del amor


Abelardo y Adelaida formaban la pareja más extraña que el mundo ha conocido. Y digo formaban porque ninguno de los dos existe ya, pese a su incipiente juventud. El motivo lo vais a entender en seguida.

Mientras la mayoría de las parejas, más raras o normales, celebran su amor besándose en un idílico paraje natural, a veces a la vista de todo el mundo, Abelardo y Adelaida tenían una forma peculiar de demostrarse afecto: se tiraban insectos peligrosos a la cara.

Uno de los dos encontraba un bicho en una planta, o debajo de una piedra, ya fuese una avispa o un alacrán, lo cogía cuidadosamente con los dedos y se lo tiraba a su compañero, barra, compañera. Se lo pasaban genial siendo picados por criaturas deleznables y recriminándose el uno a otro en tono jocoso que "vaya bicho más gordo, no es justo", a lo que el aguijoneado buscaba otro ejemplar, más asqueroso si cabe, y lo lanzaba con fingida inquina.

Por supuesto, nunca hubieran tolerado ser picados por un insecto que les hubiera lanzado otra persona, eso hubiera significado poco menos que una infidelidad. Lanzarse insectos venenosos era una muestra de amor sincera, una metáfora del verdadero enamoramiento, donde, a menudo, hay que hacer duros sacrificios por el otro.

Sin embargo, el catorce de febrero, Abelardo se pasó de rosca. Se internaron en el monte para cambiar de aires y alejarse de la ciudad. Encontraron una zona tranquila, al margen de una vereda, y colocaron su prototípico mantel de pícnic de cuadros rojos y blancos (lo único prototípico de su relación). 

Abelardo podría haberle tirado una araña, un ciempiés, hasta un abejorro, pero no, le tiró una jodida víbora que palpó distraídamente sin mirar.

Los encontraron días después, rígidos y tumbados en la hierba, con una tenue sonrisa en los labios y cogidos de la mano, de esa forma que solo se aferran los que están verdaderamente enamorados.




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