Más cosas


Recuerdo el día en el que me arruiné por primera vez. No fue por el alcohol, las drogas o el juego. Fue en una charcutería.

Había una cola enorme que giraba la esquina cuando llegué. Me extrañó que todo el mundo saliera de la tienda con varias bolsas llenas a rebosar de embutidos y quesos. Sus caras reflejaban una expresión de desconcierto y tristeza que no concordaba en absoluto con el hecho de comprar rica y buena comida.

Llegó mi turno y pedí solamente el jamón de York que me habían encargado, "300 gramos de embutido fresco", pensé.

"Más cosas", dijo el charcutero. Su voz sonó metálica, imperativa, acuciante.

En ese momento, algo se reajustó en mi cerebro de una forma que todavía no me explico, como si otro ser se pusiera a los mandos de mi voluntad.

"Bien, pues... deme medio kilo de jamón ibérico de bellota". No me reconocía hablando, no era yo. Pero indudablemente las palabras salieron de mi boca.

"Estupendo. Más cosas".

Volví a notar ese vuelco interno, y una sensación de irrealidad se apoderó de mí. Como si me hubieran hipnotizado, el mundo se volvió negro y empecé a caer a un vacío desde donde escuchaba mi propia voz lejana pidiéndole al charcutero chorizos ibéricos, quesos curados, jamones, butifarras, longanizas...

De repente, emergí a la superficie y me vi saliendo de la charcutería con cuatro bolsas llenas a rebosar de los embutidos y quesos más caros, con una expresión de desconcierto y tristeza en mi rostro.


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