La Urna
Dos días después del funeral me entregaron las cenizas de mi abuela. Fue una mujer con un carácter complicado, tuvimos nuestros más y nuestros menos. Ahora que ya no está, me pesan mucho más los malos momentos, y aunque no era una santa, lo cierto es que yo tampoco fui un nieto ejemplar.
Todos los años, cuando entraba el invierno y se congelaban hasta las ventanas de nuestra casa, me decía que ella no iba a vivir mucho más, y algo que siempre me inquietaba, que seguramente no fuese a ir al cielo. Yo le respondía que no dijera esas cosas, pero en el fondo me producía curiosidad el motivo por el que una anciana consideraba que no era digna para ir al cielo. Es verdad que nunca la vi rezar, ni tampoco ir a la iglesia, pero me imaginaba, o más bien quería pensar, que llevaba la fe por dentro.
Cuando llegué a casa con la urna en las manos sentí una soledad y un vacío que nunca había experimentado. Mi vida, sin yo ser consciente de ello, había girado en torno a mi abuela, a su rutina. Y ahora ya no existía, nuestros caminos se habían separado para siempre. Lo único que quedaba de ella era aquella urna verde, sencilla y barata, con unos gramos de cenizas dentro.
El espacio que iba a ocupar ya lo había decidido el día de antes. Un hueco en la estantería, junto a todos nuestros libros. Un espacio alto donde permanecería segura, fuera de cualquier tropiezo. Me aterraba la idea de que se cayera y las cenizas se desparramaran por el suelo, y tener que recogerlas con una escoba como si fuera un desperdicio.
Me subí a una escalera para llegar hasta la última balda, y la coloqué con sumo cuidado. Por algún motivo, permanecí mirándola unos segundos allí arriba, los dos solos, dos metros y medio por encima del suelo. ¿La había puesto tan alta porque deseaba que estuviera en el cielo?
El resto del día intenté adaptarme a la rutina. Me bañé, preparé la cena y encendí el televisor para obtener algo de compañía, iba a ser una noche difícil. Hacía frío, y las ventanas chorreaban agua por la condensación. Pensé en las palabras familiares de mi abuela, que no iba a vivir para ver otro año más; esta vez sí que lo había cumplido.
En ese momento se fue la luz. Recuerdo que di un respingo en el sofá y me quedé paralizado unos segundos. En otras circunstancias no me hubiera parecido demasiado raro en nuestra antigua instalación eléctrica, pero no era la noche más adecuada para incidentes, estaba inquieto y hasta una mosca me habría sobresaltado.
Me levanté a tientas en la oscuridad y fui caminando a ciegas hasta el cuadro de luz para levantar los interruptores. Pasé al lado de la estantería y mis ojos se desviaron hasta la balda donde descansaba la urna. No podía verla, pero estaba ahí. Un escalofrío me recorrió la espalda y me sentí idiota por parecer un niño de diez años asustado. Llegué hasta el cuadro de luces y restablecí la electricidad. Al instante la luz volvió y el televisor se encendió de nuevo.
Me senté en el sofá, ya sin ningún apetito, e intenté concentrarme en un programa de historia de Egipto que estaban emitiendo. Pirámides, momias, embalsamiento y todas esas cosas alegres. La mirada se me iba de vez en cuando a la estantería y me maldecía por no poder controlarme. Quizá debería haber colocado la urna en otro lugar, en un armario o un cajón, bien resguardada. No iba a ser capaz de descansar esa noche con las cenizas de mi abuela a un par de metros de distancia. Era solo polvo, y, sin embargo, había sido vida. Un cuerpo quemado, un cadáver cremado en un horno, con los ojos derretidos. Basta.
Me levanté y fui a por la escalera otra vez. Subí los peldaños y sostuve suavemente la urna entre mis manos. Me disponía a bajar cuando la tele se apagó con un estruendo y la luz se volvió a ir. Ahora sí que me había acojonado. La instalación eléctrica era antigua, pero la luz no se puede ir dos veces seguidas. Apoyé un instante la urna en la balda mientras encendía la pantalla del reloj a tope de brillo para no matarme al bajar. No era una gran ayuda, pero al menos podía ver mis piernas y la escalera. Cogí la urna, y bajé con mucho cuidado.
Pesaba mucho, más de lo que me había parecido al subirla. Estaba como "más llena". Descarté ese pensamiento en cuanto me cruzó la mente y me obligué a serenarme. Me dirigí de nuevo al recibidor, pero esta vez los interruptores del cuadro eléctrico no funcionaron. Los brazos se me estaban cansando por el peso de la urna, lo cual seguía sin explicarme. Volví al salón despacio para no tropezarme con ningún mueble y la coloqué en la mesa. Me di cuenta de que la tapa no estaba del todo encajada, pero no podía recordar si me la habían entregado así o había sido culpa mía. La intenté colocar correctamente, pero, para mi sorpresa, estaba tan llena de ceniza que no se podía cerrar. Se me formó un nudo en el estómago y el corazón empezó a latirme con fuerza. Se habría movido el contenido al subirla y bajarla y por eso ahora no podía cerrarla. Lo lógico sería abrirla e intentar recolocar las cenizas. No me gustaba nada la idea, pero quería terminar cuanto antes. Después la colocaría en un cajón y podría por fin sentarme a descansar.
Con delicadeza, separé la tapa del cuerpo de la urna y enfoqué la luz del reloj para mirar dentro. De repente, las ventanas vibraron con un ruido grave y entró un frío helado que me recorrió los huesos, un frío electrizado que me puso el vello de punta. De alguna manera, no sé cómo, sentí una presencia detrás. No era una respiración, sino el aire de la habitación que estaba en movimiento, como si hubiera ondas electromagnéticas y yo pudiera percibirlas.
Me giré lentamente y enfoqué la pantalla del reloj al pasillo. La escasa luz se difuminaba a un par de metros de distancia, pero suficiente para verlo. Había algo al final del pasillo. Algo oscuro, denso, algo que no era bueno. De repente recordé las palabras de mi abuela diciendo que ella no iría al cielo, que no era digna de entrar allí y se me empañaron los ojos de espanto. Tenía la nuca totalmente erizada, y me costaba respirar. Retrocedí como pude y choqué con la mesa, mi brazo tropezó con algo y el ruido de una vasija estrellándose contra el suelo llenó la habitación. Contuve el aliento mientras procesaba lo que acababa de ocurrir, al tiempo que me agachaba y palpaba toda la ceniza desperdigada.
Un olor nauseabundo contaminó el aire, un olor acre, podrido, a carne descompuesta y luego quemada. Me senté en el suelo, colapsado, sin saber qué hacer, con esos ojos tan abiertos que tiene la gente cuando está a oscuras, las lágrimas brotando reflejadas por la tenue luz blanca del reloj.
Entonces la oí, una voz rasgada, lejana, al principio ininteligible, pero que se hacía más clara conforme se acercaba, más grave, más densa, hasta que la entendí. "Estoymuerta". Se me heló la sangre. "Estoymuerta". Era una voz estridente, maligna. Supe que venía a por mí, quise volverme loco para no ver la cara espantosa de esa cosa negra que se acercaba desde el infierno. Lamenté mucho, mucho, no haber sido nunca religioso, no tener ningún signo a mano, ningún crucifijo, no saber ninguna oración para repeler al mal.
Para repeler a mi abuela, que no era digna de entrar en el cielo.
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