Ángel de la guarda
¿Cree usted en los ángeles de la guarda? ¿En los ángeles custodios? Ya sabe, seres de luz enviados para proteger y guiar a cada uno de nosotros. Figuras asexuadas, vestidas con túnicas blancas y con unas alas enormes y gráciles adosadas a la espalda. Yo también creía en ellos. Hasta que me estrellé con el coche.
Era una noche fría y oscura. Las nubes tapaban la luna roja, por lo que era imposible distraerse al volante. Los limpiaparabrisas chirriaban con cada movimiento, intentando evacuar la lluvia que empapaba el cristal. La verdad es que siempre me gustó conducir con mal tiempo, es una especie de reto inconsciente, un apocalipsis a pequeña escala.
Esa noche no corrí, me mantuve a noventa kilómetros por hora casi todo el trayecto. La luz de los faros se reflejaba en las gotas que impactaban contra la carrocería, como un ejército de diminutos kamikazes. Dejaba de acelerar en las curvas cerradas y procuraba cambiarme de carril para tomarlas con seguridad.
En una de ellas, junto al arcén, me pareció ver una figura alta y oscura. No pensé en parar en ningún momento. Estuviera en apuros o no, conmigo esos trucos no funcionan, que le robasen a otro. Aceleré un poco hasta que se perdió en el punto de fuga del retrovisor y respiré aliviado.
Perdí la noción del tiempo, pero diría que habría transcurrido unos veinte minutos. Me acababa de cambiar al carril derecho y estaba cerca de la línea discontinua cuando apareció un bache enorme que no logré ver a tiempo, una de esas grietas que provocan en el asfalto los camiones pesados. La rueda pasó por encima con un golpe seco y abrupto y perdí la dirección del vehículo. Los neumáticos traseros derraparon y empecé a hacer eses por ambos carriles, intentando controlarlos antes de estamparme contra el arcén.
No recuerdo mis pensamientos en ese momento, reaccioné rápido y el coche respondió, estaba convencido de que iba a salvarme. Iba a hacerlo. De no ser por ese brazo oscuro que me giró el volante noventa grados. Lo tengo grabado en mi retina de la misma forma que el impacto contra la mediana de la autovía. Invadí con un estruendo los carriles contrarios dando vueltas de campana y los cristales estallaron en cientos de miles de reflejos cegadores. El coche se detuvo en el arcén contrario, boca abajo, con mi cuerpo colgando del cinturón de seguridad. Antes de perder la consciencia, lo vi.
A través de la ventanilla hecha añicos, salpicada de lluvia y sangre, vi una figura alta y sombría en mitad de la carretera. Tenía el pelo largo, frondoso, y vestía una túnica que le llegaba hasta los tobillos. Detrás de sus hombros sobresalían dos arcos afilados completamente negros, que se extendían más de dos metros en ambas direcciones. No fui capaz de verle la cara. No quise verle la cara.
Estuve tres semanas en coma, de lo cual no recuerdo absolutamente nada, ni luces brillantes, ni pozos oscuros, ni familiares fallecidos llamándome. El coma es la nada, la antesala de estar muerto. No le conté a nadie lo que vi. La policía me interrogó por lo sucedido, y les dije que pisé un bache muy grande y perdí la dirección del vehículo, solo eso.
Pero yo sé perfectamente lo que pasó. Sé que recuperé el control del coche por mí mismo. Sé que eso hizo que me estrellara.
Un ángel exterminador.
Comentarios
Publicar un comentario